Días como hoy se prestan para una linda y hermosa siesta. Cuando era chica creía que eso era cosa de grandes. No la entendía hasta que llegué a la facultad. Ahí sí, organizaba mi rutina alrededor de tener un tiempito para dormir un rato, aunque sea media hora. Envejecer y llenarse de actividades físicas y mentales agota y mucho.
No me di cuenta de lo fundamental de la siesta en mi vida hasta que me mudé a Córdoba. Lugar que como toda ciudad grande no cree en la siesta. Te podés levantar al mediodía e ir al Registro de las Personas y no hacer cola porque trabajan de corrido, como todo en la city. ¡Qué épocas!
Vivir en Córdoba, mi lugar favorito en el mundo, fue hermoso, pero sin dudas lo más complicado fue sacarme la siesta misionera de encima.
Trabajar de 15 a 21 por 3 años fue, al inicio, una misión casi imposible. La fiaca me perseguía, la siesta me pedía un descanso, el mate no ayudaba. El café era un compañero constante en mi box. Y entre bostezo y bostezo, y llamada y llamada (trabajaba en un call center), notaba como los demás estaban como si nada.
Yo era la que tenía la costumbre cultural y regional de mi provincia y era la que les advertía a los demás, cuando nos tocaba vender paquetes de llamadas y mensajes por las fiestas, “no llamen a esta hora a Misiones, no les van a atender y les van a cagar a pedos”. Obviamente no me creían y así recibían puteadas, yo en cambio tenía en mi mente los recuerdos de los años del colegio, cuando llamaba al teléfono fijo de mi amiga Rocío, y me atendía su viejo, que no importaba si llamaba entre las 12 o las 16, siempre me gritaba “ES HORA DE LA SIESTA” y me cortaba.
De todos modos, actualmente me hice cargo que no puedo estar más de dos días sin siesta, como que mi cuerpo y mi mente se ponen de acuerdo y me empiezan a boicotear. No voy a mentir, muchas veces me despierto a la mañana y lo primero que pienso es en la siesta, y me da gracia porque muy treintañera y muy misionera ya.