Desde La Lorenza, una reserva a orillas del Paraná, White y su esposa Picu Cabrera Castilla promueven el encuentro con la fauna local: yaguaretés, monos y cientos de aves.
“Acá, donde ahora hay selva, hace unos años había plantaciones de yerba. Porque si la dejás, la selva se recupera”, asegura el fotógrafo Emilio White mientras abre camino con el machete en La Lorenza, el campo de 25 hectáreas que compró para preservar la Mata Atlántica. Explica entonces que capuera se llama a eso que crece después de que se tumbó el monte. Y sigue con su argumentación: “Si Bill Gates, o cualquiera que tiene mucha plata, quiere preservar la selva, debería comprar tierras con soja o pinos para ver cómo vuelve a crecer el monte nativo. Puede ser que tarde, pero la Naturaleza tiene una capacidad de recuperación enorme. Es decir que hoy la cosa hoy no pasa por comprar la selva más linda y virgen. Por un lado, porque casi no queda. Por el otro, porque hoy lo nativo está protegido en Misiones”. Eso sí, aclara que no pasa lo mismo en otras zonas de nuestro país, como el Chaco.
Cuenta además que las aves, tapires y venados son clave en el proceso de hacer renacer la selva que fue talada, porque se comen las semillas y las bostean para reproducir la flora. “Otros las regurgitan, como el arasarí chico, que es un tipo de tucán que multiplica el palmito”, apunta el conservacionista que se define comunicador –trabajó para la BBC y la National Geographic–, y que vive en La Lorenza, su reserva a que está próxima a Puerto Libertad, y a 40 minutos del Parque Nacional Iguazú.
Emilio recibe a LUGARES junto a su mujer, Pilar Cabrera Castilla –alias Picu–, y con Eduardo Lestani –Mosqui–, el biólogo que se ganó su sobrenombre por los años de estudiar a los mosquitos y que nos guiará con Emilio por los senderos de la reserva. “Ahí está el bailarín naranja. Vive hasta los 16 años, que es un montón para un pájaro de ese tamaño. Las hembras son verdes”, señala Emilio mientras avanzamos por el sector dónde montó un andamio con una silla y una carpa para fotografiarlo. “Se llama lex el lugar que se arman los pájaros macho, en la selva, donde tiene lugar el cortejo. Se pasan los lex de generación en generación. Lo usan los machos alfa y los secundarios. Para llegar a ser macho alfa de un lex hay que aprender a bailar y vocalizar muy bien. Solo así la hembra te elije para copular”, agrega. Y se enorgullece de que en La Lorenza ve cada tanto una urú, “la única gallinácea verdadera que hay en Argentina, que es silvestre y endémica de la selva atlántica. Los faisanes y predices están más relacionados al ñandú”.
“En La Lorenza los felinos están de paso. Se mueven por toda esta selva que va entre los márgenes del arroyo Urugua-í, donde hay un salpicado de chacras. El tema es que hasta hace poco acá se cazaba a mansalva. Es un hábito que se va perdiendo, por suerte. Pero todavía muchos lo hacen. Algunos por necesidad, pero otros tantos por una cuestión cultural”, apunta sobre la principal causa de extinción del yaguareté en el siglo pasado, que de a poco se va reintroduciendo en la vecina Corrientes y que en Misiones conserva la mayoría de sus ejemplares argentinos. “De todas maneras acá se caza de todo. Venado, coatí, mono, tucán… Y termina en la olla. Lo llaman carne de monte”, apunta Emilio, que se crió en un campo en Pirovano, un pueblito cercano a Henderson, provincia de Buenos Aires.
Entonces, durante la caminata por los senderos de La Lorenza cuenta que hace poco por ahí pasaron los monos, porque ve hojas caídas de un ananá –de la familia de las bromelias– que sale una por año y que tiene una parte blanda tan tierna como el corazón del alcaucil. Y también señala una orquídea vainilla, que crece como enredadera. Consultado sobre los desafíos que propone la selva, relata su experiencia perdido en la Reserva San Jorge, contigua al Parque Nacional Iguazú. “Es un predio de 20 mil hectáreas. Cometí el error de entrar confiado, sin GPS. Estaba solo. De pronto noté que no reconocía nada. No veía senderos, árboles que me marcaran la salida, ni lugares por los que había pasado. Empezó a hacerse de noche y supe que si oscurecía, tenía que quedarme quieto. Nunca hay que intentar salir, porque te metés más adentro. Así pasé tres horas y me empecé a desesperar, pero de pronto, cuando quedaba nada de luz, reconocí un árbol con un corte que le había hecho con el machete y así ubiqué la salida”, relata Emilio y acota: “Juro que es jodido perderse”.
Entonces explica cómo empezó su carrera y qué lo trajo hasta acá. “Siempre tuve claro que me gustaba la naturaleza. Terminé el colegio y quería ser biólogo, pero estaba haciendo un curso en la Asociación Ornitológica del Plata –lo que hoy es Aves Argentinas– y me contaron que un biólogo argentino estaba haciendo un doctorado de la Universidad Davis en California, y necesitaba voluntarios. Era para estudiar el mirikiná, un mono nocturno. Llamé para ofrecerme y al mes estaba en Formosa. Tenía veintitantos años y un trabajo espectacular”, rememora Emilio, que se quedó dos años y medio en el lugar, como mano derecha del biólogo.
Absorbido por tanta naturaleza, empezar a sacar fotos fue algo casi instintivo. “Soy autodidacta. Solo hice un curso de luces más tarde”, cuenta White, cuyas fotos decoran el hall del Iguazú Gran Meliá, integran libros sobre la selva y lo posicionan como uno de los grandes fotógrafos de naturaleza de nuestro país. “Trabajé con anacondas. Soy un afortunado”, apunta y cuenta que los muchos años que estuvo de novio con una bióloga también lo formaron. “Conocí gente que sabe mucho y aprendí de ellos”, asegura agradecido por el camino recorrido.
“Trabajé muchos años en la Hostería Puerto Bemberg. Me vine de Formosa porque ellos me llamaron para diseñar los senderos. Terminé quedándome como guía. Así, hace ya como diez años, conocí a Picu. Vino con su familia a pasar un fin de semana y empezó nuestra historia… Nunca tuve que pasar por una presentación familiar, ¡los conocí a todos –cuñados y suegros– de una!”, cuenta Emilio sobre la psicóloga criada en Pilar, que trabajaba en el microcentro, que terminó mudándose con él a Puerto Libertad.
Tras trabajar como guía en el Parque Nacional Iguazú y participar del lanzamiento de Awasi Relais y Chateaux, el proyecto de La Lorenza lo sorprendería. “Surgió porque un amigo misionero, que tenía un lote por acá, me insistía con mostrarme este terreno. Yo que venía de trabajar en Iguazú y ver “la selva más linda”, no quería saber nada con esta capuera, con la selva achaparrada. Tenía un prejuicio tonto. Hasta que un día me trajo engañado: me pidió que lo acompañara a buscar algo con mi camioneta. Y cuando llegamos, en dos minutos, después de escuchar un par de aves como bailarines y surucuá, me enamoré del lugar”, revela el fotógrafo que hace siete años compró con el objetivo de conservar, sin pensar en abrirse al turismo, ni tampoco en vivir acá.
Sentado en la galería de su casa con vista al Paraná, cuando el atardecer se vuelve naranja e imponente, Emilio y Picu cuentan que hasta el año pasado vivían en una casa de Puerto Libertad, pero que con la pandemia empezaron a pasar más tiempo en La Lorenza, hasta que decidieron mudarse. “Acá hace seis años no había nada construido. Nosotros levantamos esta casa, que además de ser punto de partida y de llegada para las excursiones con los visitantes, hoy es nuestro hogar”, cuenta Emilio. La iniciativa de ofrecer caminatas por la selva y salidas por el río lleva ya un par de años. “Soy un guía más bien baqueano, no profesional. Sí me recibí de guía ornitológico. Hablo bien en inglés y eso siempre me ayudó. Me hice fotógrafo por naturalista, y luego, conservacionista. Ahora, además, sumé el turismo. Todo está amalgamado. Me siento comunicador, ya sea con guiada por la selva o por las charlas que doy. Soy un polirrubro de la naturaleza”, resume White, frente a la tarea de definirse. Y concluye: “A mi me importa que se sepa que hay que conservar la naturaleza. Tengo una mirada romántica, pero no vengo a decirle a nadie que nació acá qué es lo que tiene que hacer. No me considero con esa autoridad. Yo solo escucho y doy mi mirada”.
Fuente: La Nación